La XXIII Feria del Libro de Guadalajara cerró ayer sus puertas presa de su éxito. Si hay un pero que ponerle es básicamente que cada vez es más difícil caminar por el recinto, abarrotado de gente, o encontrar un libro en los estantes, revueltos, ordenados con mínimos más que nada porque es difícil abarcar todo. Es una fiesta de los libros que en los últimos años ha cobrado tal fama que se ha convertido en un evento masivo.
Que eso sea bueno o malo para su futuro es difícil de predecir. Las actividades de este año fueron las de siempre, premios, homenajes, presentaciones de libros, pero adornadas con un puñado de novedades: una venta nocturna con descuentos; un homenaje a Mario Benedetti con sus lectores jóvenes como protagonistas; promotores de libros fantásticos, uno procedente de Colombia que era un niño de la calle y ahora arrastra un carrito lleno de libros, otro venido del desierto... Un misterio de donde salen, pero existen gracias a los libros.
Hay quien gusta de medir el éxito de la FIL por la cantidad de premios Nobel de Literatura que hay sentados en la Presidencia el día de la inauguración. A mi modo de ver nada más desacertado. La gracia del encuentro está en lo que no se ve claro, en lo que hay que buscar en los rincones, fuera de foto. Orhan Pamuk paseó solo, sin guardaespaldas una mañana. Lo mismo hizo Vladimir Sorokin, algo impensable en su país. ¿Qué sentirían los escritores proscritos? ¿Qué les da la fama? Rodeados de lectores pero a la vez anónimos para tantos de ellos, ¿puede existir mayor placer para un autor que vivir en la realidad como si fueran personajes de ficción?...
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